miércoles, 4 de junio de 2014

El gran admirador de la Luna.

Estaba allí esbelta, y sonriente, cual flor iluminada por los rayos dorados del Sol, pero casualmente también brillaba por el Sol. Completamente redonda, o eso le decían sus ojos, desprendía un blanco puro, y unas líneas grisáceas que marcaban el paso de los siglos. Cráteres que mostraban la imperfección de la superficie que en los sueños de aquel misterioso transeúnte era perfecta. Completamente perfecta, con un brillo, repito, blanco puro. Aquel hombre tenía un ritual para verla, aunque la mayor parte del tiempo no podía, pues ella no estaba, no aparecía y no contestaba a los mensajes. Y a veces mostraba solo una curva de su cuerpo, una simple y llana curva, pero tan bella.

Él se postraba ante su luz, la veía aparecer en el horizonte y emocionado se quedaba congelado, con un ligero temblor casi imperceptible. Veía cómo poco a poco ella se alzaba a lo largo de la noche, hasta que su luz incidía perpendicularmente a la Tierra, él ya pudo tumbarse y observarla sin mayor problema. Acostado sobre sus ilusiones, y un poco de tierra; el susodicho trataba de parpadear lo menos posible, pues ella venía y volvía sin que casi se diera cuenta, y no quería perderse ni un ápice de la luz que aquel astro desprendía. Aquella luz que blanca incidía y dorada sentían las venas.

Era la flor más dorada del cielo negro, y brillaba tanto que su luz es blanca, decía aquel chaval. Estaba conmocionado por tanta belleza astral, era inaudito, ¿cómo puede ser que la casualidad, el tiempo y la dedicación de miles de sucesos dieron lugar a un ente tan maravillosamente increíble? -Dijo el ilusorio amigo. Trata de alcanzar con la mano aquel brillo gigantesco, cierra un ojo, enfoca su mano en la visión, y agarra el astro y aunque imaginaria, siente tenue el calor que desprende su voluptuoso cuerpo y se dice a sí mismo: "Jamás estará a mi lado". No creía en posesiones y disfrutaba de la libertad con la que baila día y -sobre todo- noche.

Y aunque la desee en secreto, ya se lo ha dicho, miró al cielo, y dijo cobarde pero convencido: "Es que eres tú, por la que escribo tanto, por la que me muero tanto, por la que vivo tanto. Eres el punto que resalta en mi negro fondo, el dorado del páramo estéril, la flor que desata la sequedad del suelo y florece de todos modos. Y allí estás, inalcanzable, siendo yo indiferente pero tú tan importante para mí, mi poema, esto... quise decir mi Luna...".