jueves, 6 de agosto de 2015

Entre sus muros.

Me fijé que entre cada carcajada había un quejido, tan leve como un suspiro. Así supe que su felicidad era una batalla con sus dolores, cada cuchillada de su pasado era asfixiada con un sinfín de esfuerzo. Quizá contuvo lágrimas y su voz no tembló al hablar de dolor. Y solo su compostura me hizo tiritar, era una batalla en la que se derramaba pasados turbios, mas ella ganaba. Aunque doliera, su carcajada no paraba. Tanta fortaleza rebosaba y me contagiaba de luz. Aunque entre grietas se filtraba el pasado vi sus ojos temblar, pero al parpadear dejó de hacerlo. Su dolor era el que sollozaba, mientras su mente batallaba y ganaba contra la desgracia que asolaba su presente.

Me contó que sufrió y nunca dijo cuánto, me dijo que por dentro murió y nunca la vi tan viva. Ardían sus palabras mientras conducía a oscuras el sendero hacia nuestro hogar. Pero no vi brotar ninguna lágrima, ni una mueca pálida en su rostro. Divagó entre sufrimientos, de uno en uno, autoflagelándose con cada uno de sus recuerdos. Volviéndolos a vivir en su piel tan tersa; dije yo a mí mismo: ¿Por qué se hace ese daño para poder contármelo y cómo aguanta tanto? -Por supuesto, sentí confianza en este acto-.

Era como un castillo de cristal, tan imponente y aparentemente frágil a la vez. Se veía quebrada, su cristal refractaba la luz y la desviaba. Pero aún así no perdió un ápice de energía. Noté un duro portazo al acabar sus frases, el punto final dolía y yo sin darme cuenta, pedía saber más con un silencio cómplice que decía: te escucho. Íbamos a casa, a sentarnos con nuestros pensamientos, o al menos yo hice así. He visto personas mucho más fuertes desplomarse por menos. Y yo, ah, pobre de mí. Con mis ficticios problemas, me imagino con la mitad de ella y sé que mi cristal se hubiera vuelto arena.

Me pedí un poco de luz simplemente al permanecer cerca de su voz, que encandilaba mi ser. Con una atenta mirada al camino y con un atento oído a mi derecha. Sentí cosas extrañas y casi ninguna era buena. Era como ver a un castillo tirarse rocas a sí mismo. Pero resistiendo el golpe de mil tormentas como un árbol aguanta tornados. Yo al lado, intimidado por la situación solamente pude comprender que el dolor que nace del ser, es domable. No abatible, pero se puede galopar al gusto de uno; al menos hasta llegar al cobijo que nos resguarda. En donde la lágrima anónima ha derramado ríos insonoros. Regando el dolor. Mas ella consiguió cual bonsai, podar sus penumbras y dejarlas justas para aprender de sus formas.

Más tarde el sordo entorno me envolvió, hasta que vi su mirada pétrea y me hizo dudar: ¿el dolor enfrió el sentimiento?, ¿Duerme su odio bajo la almohada y solo lo ve al echarse en la cama? ¿O simplemente vive más allá del pasado?. Ralentizada su despedida, vi dos ojos desgarrados. No sé si fueron los suyos o los míos reflejados en ella. Sin pestañear dijo adiós -o al menos espero haberlo oído-, vi su espalda. Luego tras una puerta desapareció y finalmente el silencio.