martes, 28 de julio de 2015

Reo de mí mismo.

No hubo cima inexpugnable, ni memoria borrable en este largo trecho que me separa de la cordura. Ya ni me apetece escribir de forma coherente, ni creo que sepa escribir bien a estas alturas; es más, quisiera dejar de escribir definitivamente y dejar de pensar más de esta manera. Me roe las entrañas el ser, el existir es todavía inefable. Aunque se aproxime el olvido, jamás llega, atado a mi mete el recuerdo y sin manera de desprenderse de él. Grito tan mudo y con un silencio de tan altos decibelios que a veces confundo sufrir con reír. Y realmente mis problemas no son más que polvo en un libro al lado de un desierto de realidades. Me preocupo cada vez más por banalidades que por la vida en sí. Qué estoy haciendo con la existencia y qué más desaprovecharé por ello.

Pero es que la veo pasar tan cerca y la siento tan lejos, está destruyendo lo poco que queda de fe en mí. Fe en tener una puta mente limpia de interferencias, dejar de buscar etéreas utopías y centrarme más en lo que pisa mis pies. Me siento lejos de casa, lejos de la gente que rozo a diario. Pero cada vez me siento mejor encerrado que fuera. Estoy criando mi mente en un búnker, mi habitación. Odio mi forma de actuar, mi forma de vivir y mi forma de pensar. No hay espejo que muestre haces de luz, solamente un borrón de esperanza que desaparece con cada suspiro.

Posé mi mano en el frío cristal, vi mis ojos tiritar de tal manera que supe que me estoy reteniendo a mí mismo, tengo una parte de mi mente prisionera de mis miedos y a medida que el tiempo pasa lloran más y piden auxilio; pero nadie los oye. Y es que no se lo digo a nadie, porque nadie debe perder su tiempo en dolores auto infligidos. Y así convenzo a mi yo interior de que todo está yendo bien. Ellos me ruegan que les deje ver el sol, pero temo que huyan de mí. Y por eso los encierro, y solo consiguen llegar a ver la luz colándose en las lágrimas. Las que el espejo me muestran, con dos temblorosas pupilas que no son capaces de enfocar lo que están viendo. Veo con luces y sombras el decaer de alguien en quien confié tanto y quisiera romper el espejo, pero no es su culpa.

Medito durante horas sin siquiera pensar, pues evito recordar las cosas que hago. Y lo peor es que tengo buena memoria. Siento como patadas en la parte de atrás de los ojos cada vez que recuerdo en lo que me estoy convirtiendo, un mártir de sus propias tormentas. Y atormentado me despierto y trato de no pensar, de ser autómata, de ser una máquina sin necesidades humanas. Trato de morir como humano y de nacer sin personalidad. Trato de destruirme y de ser algo más. Pero no me lo permito. ¿Y qué haré con este ser si este ser no quiere hacer nada?

Reo de uno mismo y de mi egocentrismo, viviendo sin voz y sin razón. No soy más que reo de mi propia mente, y cada vez lo acepto más. Porque es más fácil no sentir que resistir la realidad. Y como un cobarde desaparezco tras el teclado y deambulo a las 4 de la madrugada deseando el contacto humano, pero en silencio. Reo de mí mismo.