viernes, 16 de agosto de 2013

Tu mano.

Una vez hablé de la ayuda que mi mano te podría proporcionar, pero ahora es el momento de hablar sobre lo que tu mano me ha proporcionado. No quiero olvidar los buenos momentos que estando ahí tan fuerte y yo aquí tan débil, sacaste de mi infierno una sonrisa. Una situación de complicidad tan íntima que vista desde fuera parecería que sólo hacemos tonterías, aunque dentro de nuestro círculo de dos personas se convertía en un mundo completamente ajeno. Sólo nosotros lo habitábamos y sabías decirme firmemente "levanta" cuando me caía, y sabías gritarme "muévete" cuando en mi camino me martirizaba con la piedra con la cual tropecé.

Cuando creía que estaba solo, veía tu mano, luego tu hombro, luego tu sonrisa y por último cerraba los ojos repletos de lágrimas mientras me acercaba a tu hombro, en donde tus brazos me abrazaban, y tus labios articulaban las palabras mágicas para hacerme feliz "no estás solo". Me enseñaste el camino, aunque deba andarlo yo, me enseñaste tanto, aprendí tanto.

Sabías cuando dejar las lamentaciones y cambiar el fruncido ceño por una amplia sonrisa. Sabías perfectamente cuando ya era suficiente llanto y a golpe de órdenes me decías que me sintiera mejor, hoy sé que la intención de tus palabras eran mi alegría. Cuan más bajo caía, más cosquillas me hacías, mientras más lágrimas soltaba, más miradas asesinas me echabas, de esas pícaras que intuían "o sonríes ya o sonríes ya".

Tu boca, llena de palabras, llena de perfección, llena de esperanza que en su día no entendí. Y tarde fui a darme cuenta de cuánto amor irradiaban tus tan perfectos dientes al moverlos para hablar.

Y lo más grande que aprendí del hombro que me diste para llorar es que si quieres ser feliz tienes que luchar y si buscas la tristeza no tienes que hacer nada, sólo hundirte en tu mar de lágrimas y ahogar tu sonrisa.

Pues de ti, aunque parezca exagerado, aprendí a vivir. Me enseñaste a sonreír. Gracias, sé que es tarde, pero mil millones de gracias.