viernes, 2 de enero de 2015

Te veo partir.

He visto a mis versos desangrarse por ti, he visto a mi alma ardiendo sin fin; he echado la mirada atrás, mientras te ibas, para verte irte, mas nunca quisiera que te hubieras ido. Aunque te vea mañana, aunque te vea otra semana, te quise a mi lado. Te vi lejos en tu mirada, te vi distante en tu ida y ahí estaba yo, tembloroso, esperando a que me dijeras que me quedara. Pero claro, eso solo existe en mi ilusorio mundo. Te vi abrir la puerta, ralentizada por mi mente, que cautivada por ti frenó el planeta. Congeló el tiempo de mis venas, de mi vista, de mi cristal. Sentí el impulso de decirte que te quiero, pero la realidad me insistía e insistía en que volviera a ella.

Y por eso, me di la vuelta y mientras la distancia entre nuestros centros de gravedad se alejaba, partí hacia la derecha y giré la cabeza; quise ver cómo entrabas, y ver tus piernas introducirse en la casa, primero la izquierda, y por último la derecha. Finalmente, mi sollozante vista vio desaparecer tu tobillo. Tras ello, la puerta se cerró y solo hubo un vacío, un ensordecedor silencio y mis resecos labios resoplaron. Suspiré y definitivamente, me fui.

De camino a dondequiera que fuera, tú resonabas en mi mente, la reverberación de tu voz me perturbaba. Necesitaba ese vacío un poco más lleno, un poco más ajeno a mí.

Te necesitaba a ti, odié verte ir, y sé que pronto dejaré de ver tu rostro. Es inefable la sensación que siento. Pero el dolor casi es tangible y mis pensamientos ininteligibles se convierten en la soga que diariamente me asfixia y me debilitan, mi propia mente llorando por la puta realidad, y tú, tú eres la razón, pero no de mi dolor sino de mi ilusión.