miércoles, 4 de diciembre de 2013

Ella otra vez.

Intenté huir de mí, correr largas praderas para alejarme de mi mente, escapar muy, muy lejos de los pensamientos que brotaban. Esquivé árboles, frondosas selvas donde las ramas con afilados filos rasgaron mi ropa e hirieron mis manos; aún ensangrentado llegué a un desértico lugar de inmensas dunas con arenas movedizas. Me arrastraba rajando mis rodillas con las piedras que cruzaban mi camino, me apoyaba en la delicada arena que imposible de agarrar ralentizaba mi huida. Tuve que apresurarme pues se acercaban aquellos pensamientos pútridos, escalé las dunas cayéndome cada tres pasos.

En la cima de esas montañas arenosas caía, pues no lograba mantenerme en pie y rodaba hasta llegar a sus faldas, tras horas bajo el duro Sol del desierto llegué al páramo helado, que desquebrajaba las heridas antes producidas. Mi piel se adhería al hielo y cada paso me arrancaba una parte de mí, la peor parte fue cuando del cansancio me desplomé de frente en ese duro hielo y la ropa rasgada dejó penetrar ese hielo que heló mi corazón y arrancó la piel de mi abdomen, mi sangre se derramaba a un ritmo frenético y ya deambulaba en vez de caminar, ya me arrastraba como podía de pie, en vez de escapar.

Mi mano derecha sobre mi estómago para calmar vanamente el dolor. Apretaba fuertemente mis músculos para mantenerlos erguidos y poder mantenerme en pie, aunque daba un paso cada cinco segundos, cinco largos segundos, pues necesitaba apoyar el pie izquierdo para tener un punto de equilibrio y así arrastrar el pie derecho, tenía esa pierna ensangrentada, la rodilla hinchada y llena de dolor. Suerte tuve si el corazón seguía latiendo -creo que latía por ti-. Cuando me di cuenta estaba caminando por otra jungla, esta vez de asfalto, esta vez contaminada.

He vuelto al mismo sitio del que huí, he vuelto al mismo puto lugar del que escapé. A la distancia vi un tanatorio, muy humilde, muy gris. Pero tenía algunas personas en sus puertas, me acerqué como pude. Al llegar instintivamente me abrí paso entre la -poca- gente, pero no se percataron de mi presencia, no le di importancia. Me dirigí al féretro, me subí y me tumbé en él tan normal como quien respira.

Asustado me desperté en mi cama, sentía levemente las heridas por todo mi cuerpo, pero no dormía, ni siquiera tenía sueño, estaba acostado por simple comodidad. Pero me giré y allí estaba ella. Soledad se acercó tiernamente y me susurró: "No te preocupes, fui yo quien te hizo pasar por esa sensación".